Una vez tuve un sueño. En él, soy un novel y emergente “runner” en plena
carrera, a pesar de no ser ningún niño. 46 años adornaban mi osamenta. 30 de conciencia deportiva. El arco de color en la meta de llegada, se divisa en la cumbre a medio camino. Aunque resulta complicado saber que distancia me
separaba de ella, está ahí y yo ya la veo. Atrás quedan las travesías por
el desierto y por los espesos bosques. Ahora solo queda ser constante y estricto con
aquello en lo que creo y no vivir de lo hecho anteriormente, para tener alguna
posibilidad de ser, no el mejor, ni siquiera de los mejores. Solo “Finisher”.
Empiezo a notar que, a pesar del esfuerzo, no consigo avanzar un solo paso.
Es como si tiraran de mi un montón de perseguidores empeñados en rebasarme o en que cese en mi
cometido. Y lo que es peor, al mirar atrás para ver que pasa, veo caras
conocidas y no solo eso: son las mismas que un día, en la línea de salida, me
agasajaron por estar y obsequiaron con ánimos.
Quizás sea ahora el momento más complicado del camino. Los obstáculos se manifiestan
continuamente bajo mis pies y no tropezar es una auténtica aventura que de
momento estoy viviendo con devoción y con los cinco sentidos en el aprendizaje.
Pero el terreno, que debería ser llano, se está tornando abrupto, fangoso y
sucio. Ahora no hay intercambio de barritas energéticas con los que corren a mi
lado, ni gel, ni agua. Una mezcla entre un “sálvese quien pueda” y un “ahí te
quedas”. Punto final e inicio del bucle.
Como en todo, cuando estás más cerca y cuando más parece que el logro se
acerca, todo se complica, o te lo complican. En ese momento es cuando el
verdadero sentido de todo lo vivido coge forma. Cuando realmente puedes físicamente
poner sobre una balanza, por un lado el momento en el que estás y por el otro, en
el contrapeso, el tiempo que has dejado de dedicar a quien te quiere, a quien
está siempre a tu lado pase lo que pase, quien, a pesar de alejarte por el
tiempo que sea, cuando regreses estará allí esperando con una sonrisa orgullosa
y deseosa de tenerte cerca de nuevo, ese momento te hace pensar: ¿He hecho bien
dedicándome a esto? ¿Ha valido la pena? ¿Seré otro de estos que, después de
nadar toda la vida, muere en la orilla? Y te das cuenta de que corresponder será imposible y de que, como me dijo
una vez un amigo: nos picó el bicho.
Por eso sigo en mis trece. Por eso sigo creyendo y avanzando a pesar del
lastre, sabiendo que puede hacerse. Solo hay que encontrar el modo. No cabe
buscar excusas, bastará quitar los palos de entre los radios de las ruedas y
evitar preguntas cuya respuesta no quiere conocerse. ¿Todo lo que hacemos en la
arena esta vestido de voluntades recíprocas? Creo ciertamente que el empeño y
el éxito o fracaso se mide por la cantidad de veces que te caes y la
cantidad de veces que eres capaz de ponerte de nuevo en pie. En las noches
frías, que nadie se atreva a cubrirse con la manta que le proporciono y después,
cuestionar como la proporciono.
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