De repente
y sin saber desde cuando, te encuentras andando con la vista fijada
en el suelo, sin demasiadas ganas de levantarla (total, para lo que
hay que ver). Vas trazando un camino que no va a ningun lado, a un
ritmo cansino, ajeno a todo o prácticamente todo lo que pasa a tu
alrededor sin consciencia de ti mismo.
Un dia,
sin saber todavía el motivo, levantas la vista y ante ti se levanta
un enorme muro de hormigón. La primera reacción es intentar mirar
por encima, pero se levanta más allá de donde te alcanza la vista.
Igual a izquierda y a derecha. Pero 180º a cualquiera de los dos
lados, no hay pared, solo un sendero gris. Tampoco hay señal que te
indique que solo queda ese camino, pero no hace falta.
Te
adentras en ese pasaje de paredes grises y al fondo, puedes oir
apenas un suave murmullo de gente, algo parecido a unos sordos botes
de balón, como en una cancha cubierta y alguna voz amiga que hace
más seguro aproximarte. Después del camino, que no te ha resultado ni
largo ni corto, ni angosto ni llano, sinó todo lo contrario, se abre
ante ti un gran espacio muy familiar pero del que te sientes extrañamente ajeno, a
la vez que empieza a desaparecer el gris de las paredes laterales.
Más tarde, la mayor sorpresa de todas: ya no hay muros ni
caminos ni barreras. El laberinto ha desaparecido. Te ves fuera de
él simplemente por haber emprendido un camino que en su momento no quisiste tomar, porque pensabas que era desandar, cuando en realidad se
trataba de andar otras cosas.
Lo peor,
haber tenido la mirada clavada en el suelo sin poder ver mas allá de
uno mismo, lo mejor: haber oido el murmullo jovial y alegre de la
gente que ha hecho desaparecer las paredes que me rodeaban, la misma
gente que provocó que, por fin otra vez, el baloncesto me haga
sentir vivo, gente por la que vale la pena un esfuerzo. Moltes gràcies Pollença.
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